lunes, 17 de enero de 2022

Cantigas en memoria de Chirstopher

 ¡Hilarante y gloriosa la que se dió

contra el suelo desde el campanario! 
En él se aplicaba rezando el rosario
cuando, Christopher, se obcecó.

(I)
Guardaba como el más preciado hábito,
en medio de sus frecuentes jaculaciones,
sentarse dócilmente a los pies del lecho,
zascarse dos o tres latigazos de provecho
y aliviar de inmediato las hinchazones
dejándose caer hacia atrás, como ingrávido.


El intenso placer que se proporcionaba
recostando su dolor en la sábana fría,
a Christopher dulcemente le reconfortaba,
mas, en conciencia, dicha práctica reprobaba,
porque tal vez así la ofrenda reducía,
al ser la penitencia prontamente consolada.


Por ponerse alguna suerte de traba
pensó el iluso -¡malaya fue la hora!-
Buscar un piadoso lugar que le ayudara
a ser, por fin, "penitente sin mejora".


Y así, cuando ya languidecía la tarde,
-¡iluminado!- se puso en marcha sin demora,
y dirigiose hacia la torre, en fatuo alarde,
asiendo al paso rosario y cantimplora.


Como sabiamente cantara el trovado:
"Presto se toman absurdas decisiones
cual si todo lo hubiéramos madurado,
que luego nos conducen, por huevones,
a patear como loco en un sembrado".


Lo que a continuación le sucedió,
creo que lo intuiréis fácilmente,
pero no está de más que os lo cuente
por si algún despistado se perdió.


(II)
Del relato paso a tocar solo lo importante:
En lo que para él fue sin duda una semana,
consiguió Christopher subir hasta la campana,
igual que si hubiera coronado un ocho mil.
La escalada le dejó dolorido y renqueante;
su paso, en la horizontal, harto vacilante;
con un ánimo feroz de maltratar su cama
o, en su defecto, tumbarse en lo fresco a morir.


En medio de finos resuellos
nuestro héroe así susurraba:
"Ya todo me importa nada,
pues rebuscando no encuentro
cosa que usar como almohada;
algo que me alivie, un ungüento,
o, cuando menos, mi pomada"


¡A quién se le ocurre, alma cántaros,
con ese cuerpo repleto de mollas,
lanzarse lelo a conquistar Troya,
endilgándose ciento cincuenta peldaños!


Nadie sabe de cierto tras cuanto tiempo
hallóse el pobre, al fin, más recuperado.
Viéndose allí en lo alto, desparramado,
se incorporó lentamente con gran tiento,
y al asomarse apenas a la ventana
con el claro fin de recuperar el aliento,
justo enfrente, componiéndose en su aposento,
creyó percibir a una bella y casi desnuda dama.


Aunque fuera escaso su ánimo de baile,
sabemos que un dulce a nadie amarga,
y aún menos con aquellas piernas tan largas...
Tanto rizo y tanta curva, desubicaron al fraile.


A decir verdad, pareció que del calor se sobrepuso
y decidió ponerse rezar mientras se hacía unos largos
de lado a lado de la torre, o como poco intentarlo,
por que su devota excursión no se tornara en abuso.


Mas, como saben vuesas mercedes por experiencia,
primero se aplaca el sexo, y luego la conciencia.


Así, entre tanto caminaba, ya que a veces le tocaba,
aún entornando los ojos, dar de bruces con la escena,
por mucho que rezara y en su mente suplicara,
allí no cabía mas nada que la carnes de la nena.

(III)
Fue en uno de tales tropiezos,
Cuando a la ventana regresaba,
Que vio cómo la diosa escudriñaba
abiertas de piernas frente al espejo.


Trocado por fin el fraile en pendejo,
asomóse al ventanal cual equilibrista,
Estirando el cuello y forzando la vista
para que no le pillara tan lejos.
Sus escasas dotes de funambulista
Le hicieron perder pie, como por embrujo,
según todo el pueblo dedujo
al no descubrir ninguna otra pista.


La coplas cantaron con desparpajo
que, al caer, se enganchó en la barandilla.
Un instante colgó del reves, cual badajo,
suficiente para escarnio de toda la villa,
pues, entre la sotana, asomábale erecto: el carajo.


El cura del pueblo, como era tan básico,
en su tumba escribió el siguiente epitafio:
"Aquí yace el Santo Cristobalón
-así lo llamaban coloquialmente.
Abolló el suelo con la frente
tras sufrir un gran calentón".
- * -



sábado, 4 de mayo de 2019

LODO BAJO LOS JAZMINES, una novela de MARÍA IBAÑEZ

Esta obra es ficción. Los personajes y situaciones son producto de la imaginación de la autora. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

CAPÍTULO I

Carmenchu, la doncella particular del Señor de La Torre, fue la primera persona que le vió muerto.
“A poco me cago las patas abajo. No os exagero ni un pelo”, reportaba más tarde Carmenchu a sus vecinas de bloque en el barrio del Buen Suspiro de la Meseta.
Carmenchu, no obstante, había salido de aquel trance como de otros muchos. Lo de las cagarrinas era de boquilla, porque la verdad era que élla siempre había sido más bien extreñida. Una vez se percató de que el viejo estaba difunto, tuvo los reaños suficientes para sacar del bolsillo del delantal su teléfono celular y marcar el número de la hija mayor de su Señor.
“Es que esta Carmenchu tiene unas tragaderas…” se jactaba Grego, la de la pesca salada, refiriéndose a su hermana.
“Si es que no somos nadie”, decía suspirando Adelaida Sánchez, como si acabase de inventar la pólvora.
“Y tanto”, decía con actitud no menos inventiva Dolores la de Honorato.
Grego siguió hablando mientras raspaba una cola de bacalao.
“No es porque sea hermana mía pero mi Carmenchu es de lo que no hay. Qué no habrá hecho mi Carmenchu por su Señor?” inquirió como hablando consigo misma.
Y, como viese que la audiencia aumentaba considerablemente, continuó en tono bajo y misterioso:
“Porque, aquí inter nos, el viejo todavía tenía necesidades.”
“Bueno”, intervino Dolores. “Pero hoy en día con los pañales desechables no hay problema”.
“Qué va!. Si no me refiero a éso” continuó Grego.
El público aumentaba.
“Señora Fina”, preguntó Grego obsequiosa fingiendo ignorar la premura de la audiencia.
“Quiere usted la colita entera o a trozos?”
“A trozos, para la vizcaina, que vienen a cenar mis hijos”.
Grego afiló uno de los cuchillos y procedió a seccionar la cola de bacalao con el mismo cuidado y finura que si estuviese extirpando un aneurisma.
Finalmente, una de las parroquianas se atrevió a preguntar:
“Y… a qué otras necesidades te referías Grego, si puede saberse?”.
“Pues a esas necesidades que todos los hombres tienen, Mati, no sé si me entiendes. O tengo que darte más explicaciones?”, concluyó Grego fingiendo darse por ofendida ante la falta de percepción de sus oyentes.

CAPÍTULO II

Nadie sabía con certeza cómo ni cuándo habían aparecido aquellas personas extrañas en la Meseta.
En las noches de invierno, al calor de la mesa de camilla o del hogaríl, los abuelos contaban sus versiones sobre los “de la Torre” como se les conocía entre aquellas gentes corrientes. Por ejemplo, Saturnino Rodríguez decía que su abuelo Pascual le había contado que los de la Torre habían aparecido una noche de repente en un cohete espacial y que con su llegada los campos de la Meseta se habían iluminado y muchos enfermos habían sanado de sus dolencias.
Saturnino, quien a la sazón rondaba los ochenta, paladeaba con sus ojillos rijosos el interés que despertaba su imaginación calenturienta. Los niños sobre todo bebían los vientos por escuchar a Saturnino quien se ayudaba en su discurso, un poquito solamente no vayan a pensar, con una botella de tinto de la región. A medida que sorbía el caldo voluptuosamente con maestría de catador, los ojos se le irisaban y se convencía de que él, Saturnino Rodríguez, había sido testigo presencial de tan extraordinarios acontecimientos.
“Eran muy altos y muy rubios”, recitaba. “Tenían los ojos blanquecinos y hablaban un lenguaje incomprensible”.
Las muchachas jóvenes querían saber cómo se vestían las hembras de los Raros al principio. Saturnino contestaba a esa pregunta según le placía.
Por ejemplo, una noche se desató diciendo que aquellas mujeres habían aparecido en la Meseta como su madre las pariese, es decir, en cueros vivos y que después, su abuela y otras mujeres les habían llevado telas para que se cubriesen y así habían empezado a parecer personas, con unos capisallos sin nada debajo.
Otras veces, sin embargo, Saturnino traducía en palabras alguna imagen femenina que se hubiera gravado en su cerebro, y la adornaba con todo lujo de detalles. “Las Raras iban muy ligeritas de ropa, picantonas éllas, ya me entienden ustedes, con saltitos de cama que apenas les cubrían sálvese la parte y todo con muchos encajes; de ahí que haya ahora tantas encajeras en la Meseta”, añadía mientras se echaba al coleto un trago del virtuoso.
La mujer de Saturnino que de tonta no tenía un pelo, habíase percatado hacía tiempo de las dotes oratorias de su cónyuge y pensó que un negocio de alterne tapado con un bar casero podía rendir a la familia pingues beneficios; y así, mientras Saturnino inspirado por Baco contaba historias novelescas a costa de los de la Torre, su mujer trapicheaba con las jovencitas más tiernas y los potentados del lugar.
Jacoba, que así se llamaba la mujer, no necesitaba de universidades como élla bien decía, para navegar con la corriente de los tiempos.
Cuando se percató de que el placer para los poderosos del lugar no consistía solamente en cepillarse a una virgen impoluta, sino que se prolongaba por los recónditos caminos del sexo encontrándose de muchas maneras, allá que fué Jacoba y produjo como por ensalmo impúberes mozalbetes, perros, cerdos, cabras, vacas, gatos, monos y hamsters y mientras iba amasando una fortuna que en su día le permitiría mandar a la mierda puta, como decía, a tanto cabrón que iba por la vida de casto y honorable.
A pesar de ser muchos años más joven que su marido, Jacoba siempre había tenido tanta discreción como a su marido le faltase. Por éso Don Leopoldo, el Director General de Banco Espirisanto, siempre enviaba a sus clientes al discreto prostíbulo con una palmadita en el hombro y una frase que a fuerza de repetirse se había hecho lema: “ande, a disfrutar, que la vida es corta. Y no se preocupe por nada. Jacoba es una tumba”.
Y, ciertamente, una tumba era. A pesar de haber pasado muchos años entre aquellas extrañas personas –su madre había servido de cocinera en la Torre- jamás había hecho alusión a la vida de aquellos personajes, aún sabiendo cien veces más de éllos que su marido. A menudo, cuando sus ocupaciones en la trastienda del bar se lo permitían, se reía para sus adentros escuchando las chapuzas verborreicas de su pareja. Qué le iban a decir que élla no supiera? Las Raras tenían buenas piernas, pero eso era todo y ninguna de ellas sabía como entretener bien a un hombre…
O si no, que se lo hubiesen preguntado al Señor de la Torre. Aunque ahora ya… pensaba, tarde piace

CAPÍTULO III

“Buenas tardes, queridos y nunca bien ponderados deudos!. Es una enorme satisfacción veros a todos mostrando vuestra compunción de manera tan significativa.”
Al oir aquella voz macerada en licor y tabaco todos se volvieron. Alberta, la hija menor del muerto, venía vestida con una negligé negra.
Robina, su hermana mayor, se dirigió a élla intentando cortarle el paso en la estancia mortuoria.
“Verguenza debería darte, Alberta, no saber guardar la compostura ni siquiera en un momento solemne como éste, aunque solo fuese por nuestra madre”, le susurró al oído.
Alberta se sacó por el escote un pecho flácido y marchito, como una breva pretérita y rascándoselo respondió bajando la voz: “No me hagas reir hermana que me entra icor en el torax. Hablas de compostura? Acaso no he sido compuesta durante toda mi vida? “La más compuesta de las hermanas”, solía decir de mí el Dr. Runfal. Y que conste, querida, que no guardaba la compostura por nuestra madre, ni por ninguna de vosotras, amadísimas hermanas, sino por mí. Porque durante muchos años me resultó bochornoso tener que admitir que la bazofia pútrida que yace en ese féretro había abusado sexualmente de mí.”
Robina espetó amenazante en voz baja. “Calla, insensata, pueden oirte.”
“Pues, que me oigan, coño!, gritó Alberta a pleno pulmón. “Ya es hora de que me vayan oyendo! Que quede constancia pública de que el difunto era un tío mierda que folló a cada una de sus hijas en innumerables ocasiones”.
Robina hizo una seña a un criado, quien se apresuró a arrastrar a Alberta fuera de la estancia. A continuación, componiendo una mueca, se dirigió a los presentes:
“Queridos amigos. Tienen que disculpar a Alberta. Está tan compungida que no sabe lo que dice.”
Los presentes asintieron comprensivos.
La música sacra sonaba ramplona y los deudos se acercaban a admirar la obra del embalsamador, expresando sus distintas opiniones.
“Parece propiamente como si estuviese vivo”, decía Doña Ursula, la esposa del boticario.
“Propiamente” repetía su hermana Eloisa, atufando el ambiente con su halitosis crónica.
Era el olor del aliento de Eloisa una mezcolanza de mierda fresca de caballo y pestilente cloaca. Había sido bien parecida en su juventud, muy atractiva en la opinión de muchos, pero su falta era tan grave que no se conocía ningun hombre que hubiese logrado aguantar a su lado por más que desease las bondades de su cuerpo.
“Elo, querida, intenta no hablar”, susurró la boticaria a su hermana al observar que más de una persona fruncía el ceño.
Eloisa se limitó a posicionar los labios en un rictus giocondino en señal de asentimiento.
A sus sesenta y pico, Eloisa Avarientos aún estaba como un tren según la mayoría de los hombres maduros de la Meseta. Vestida de negro de pies a cabeza, con la blusa abrochada hasta el cogote, todavía seguía despertando pensamientos impuros. Muchos de los asistentes sabían que debajo de aquellas ropas se encontraba uno de los cuerpos más voluptuosos de hembra que la Meseta hubiese producido jamás. Qué lástima que fuese solamente adorado a distancia, como si de una imagen se tratase, y que nadie hubiese podido nunca realmente meter mano a aquellas carnes.
Eloisa era consciente de las pasiones que despertaba y aprovechaba cualquier ocasión para dejarse ver desde lejos ligera de ropas, gozándose en las miradas penosamente lascivas de sus devotos.
“Anda y que se jodan”, pensaba malévola. “Si tan finos son que les molesta mi aliento”.
Ahora, Eloisa miraba circunspecta el cadáver del único hombre que se había atrevido a poseerla y sintió de pronto unas ganas terribles de decirle a aquellos pasmarotes que su virginidad se había quedado años atrás en los oscuros cuartos de la Torre y que al Señor no le había importado un ardite si su aliento olía a rosas o a mierda.
El Patriarca había consentido pagar tan alto precio con tal de desvirgar aquella mesetera copia de Venus. Y cuando el semen había corrido mezclándose con la sangre virginal de Eloisa, él había marcado una rayita en
su lista de mujeres, con la misma parsimonia que marcase rayitas en su lista de hombres y en su lista de bestias.
Como Eloisa siguiese embobada contemplado el insepulto cadáver, su hermana creyó conveniente pellizcarle ligeramente un brazo al tiempo que le susurraba al oido. “Elo, las de Páez están mirando…”
Eloisa lanzó una mirada despectiva a las de Páez que se limitaron a bajar los ojos arropando pasadas verguenzas.

CAPÍTULO IV

En ese momento cesaba la música y Don Miguel Tesifonte, vestido con sus mejores atuendos litúrgicos, hizo su aparición seguido de dos acólitos. Los presentes formaron un gran círculo alrededor del féretro y el Padre Tesifonte, colocándose a la cabecera del muerto, se lanzó de la guisa siguiente:
“Queridísimos hermanos en Cristo. Nos hallamos aquí esta tarde para rendir homenaje a un hombre que fue como un padre para todos nosotros. Un padre amantísimo, que veló siempre en la sombra por nuestro bienestar. Un hombre cuya generosidad se puso siempre de manifiesto en todos los planos posibles, sin reclamar jamás ningun tipo de público reconocimiento.
Un hombre que, nos quiso tanto, que nos amó tanto, que a veces incluso podría su inmenso amor ser mal interpretado. Puedo afirmar” continuó el sacerdote acalorado, “puedo afirmar y afirmo que jamás pasará por la Meseta un varón de la categoría del finado. Un hombre cuyos valores fueron tantos que dejó chiquitas a todas las generaciones masculinas que tuvieron el privilegio de habitar en estos lares.”
Tesifonte se sacó de entre las sagradas vestiduras un pañuelo blanquísimo planchado con almidón por su ama y se enjugó unas lágrimas que solo él veía. Los presentes hicieron lo propio. Todos tenían motivos para sacar un pañuelo y para enjugarse lágrimas. Unas lágrimas distintas a las que habían vertido años atrás cuando habían perdido los virgos entre las vetustas paredes de la Torre.
La esposa del Señor de la Torre había sido aposentada cerca de la cristalera principal de la estancia desde donde se contemplaba toda la Meseta. Miraba ensimismada la planicie sin verla, como si la vida se hubiese parado allá abajo.
Nadie podía saber con certeza si Doña Edelgunda experimentaba algun sentimiento porque hacía años que había pasado a la vida vegetal, aunque algunos de los más allegados juraban que a veces le rodaban lágrimas por las mejilla Doña Edelgunda era varios años mayor que el Señor. Algunos decían que diez, otros que quince. Había estado casada con el padre del Señor de La Torre y al fallecer aquel había contraído nupcias con el hijo, su primo hermano por parte de madre.
Doña Edelgunda había llegado a su segundo matrimonio con mucho trajin y poca experiencia. Con su primer marido había experimentado un sexo continuo y tradicional que la había dejado exhausta y flácida. El Patriarca la tomó por esposa porque necesitaba continuar la especie pero la molestó poco porque sus deseos sexuales necesitaban una variación y originalidad que su prima no podía ofrecerle.
Doña Edelgunda había parido tres hijas, a la última de las cuales no había podido amamantar. En la época del nacimiento de Alberta, su hija menor, el Señor de la Torre había ya pernoctado con Anselma y Robina, las dos hijas mayores del matrimonio y con Manuela, el ama de leche de la recien nacida. También por aquella época le había tomado gusto a desvirgar jóvenes del sexo masculino y había empezado a practicar con bestias.
La abnegada mujer observaba interpérrita la conducta de su esposo mientras se dejaba manosear los senos como al desgaire por Ernestina, su costurera y mujer de confianza.
Había sido entre manoseos cuando Ernestina había comunicado a tan honorable clienta sus deseos de convertir a su hijo Miguel en sacerdote:
“Daría cualquier cosa, señora, por ver a mi Miguelito luciendo las sagradas vestiduras. Es un sueño que tengo desde que nació”.
Doña Edelgunda, agradecida por el afecto y la discreción de la costurera, había respondido:
“Todos los sueños pueden hacerse realidad, Ernestina. La cuestión es proponérselo. Estoy segura de que verás a tu hijo sacerdote porque eres una madre abnegada y la abnegación y el sacrificio tienen su recompensa.” Y luego, había añadido como hablando consigo misma: “Lo comentaré con el Señor. Seguro que a él se le ocurrirá algo para ayudar a Miguelito.”
Doña Edelgunda sabía de antemano la ocurrencia de su consorte y Ernestina lo había adivinado, pero era tal su avaricia y ganas de ver al hijo convertido en hombre de iglesia, que pasó por alto aquella “peccata minuta”.
“Ay, señora, no sabe usted cómo se lo agradezco. Toda la vida estaré dispuesta a besar el suelo que pise esta familia.”

CAPÍTULO VII

Mientras consagraba la hostia. Don Miguel Tesifonte recordó una vez más aquellos momentos aciagos de su existencia.
Habían faltado exactamente dos días para su primera comunión.
“El Señor de La Torre es un buen hombre que puede ayudarte mucho. Solo tiene que mover el dedo meñique para conseguirte una plaza en el Seminario”, le había dicho su madre mientras subían juntos la colina que conducía a la Torre.
Miguel Tesifonte había creido a su madre. Por eso, cuando había entrado en la habitación penumbrosa y había vislumbrado la
enjuta figura del Señor, no había sentido reparos.
“Acércate, muchacho. Parece que me tengas miedo.”
Miguel había avanzado un par de pasos con decisión y aplomo.
“Tu madre es una buena mujer” había dicho el Señor de La Torre. “Una mujer que te quiere y vela por tus intereses. Te haces cargo, verdad?”
“Sí señor, me hago cargo”.
“Muy bien”, el Señor de La Torre había continuado. “Sin embargo, Miguel, también debes saber que en esta vida nada es gratis. En todo momento hay que pagar un precio. Por ejemplo, si quieres un helado tienes que pagar, no?. Si quieres ir al cine tienes que pagar, verdad?
“Sí, señor”.
“Eres un chico muy inteligente, Miguel. Seguro que llegarás lejos en el sacerdocio” había dicho el de La Torre.
“Qué precio estarías dispuesto a pagar, Miguel, por una plaza en el Seminario con todos los gastos pagados desde el principio de tu carrera hasta el fin?. Qué precio pagarías, Miguel, por ver a tu madre tranquila, sin preocupaciones económicas, sabiendo a su hijo con todas las necesidades cubiertas?”
Miguel había sentido un profundo picor en los sobacos pero no se había atrevido a rascarse. Su mente había trabajado rápida intentando encontrar una respuesta que agradase al Señor.
Estaba claro que el Señor de La Torre no se refería a pago con dinero, sino a otro tipo de pago. Miguel quería quedar bien con él. Quería asegurarle que haría lo que fuese necesario para corresponder a su inmensa generosidad. Y así, armándose de valor, irguiendo el pecho, dijo con una voz que intentó ser varonil: “yo haré lo que usted me mande”.
El señor de La Torre se había levantado de su asiento con parsimonia y se había acercado tanto al chico que Miguel podía sentir su aliento.
“Cualquier cosa, Miguel?”
El aliento del capitán olía a hierba pasada y Miguel había empezado a sentir vahídos. En su mente se habían agolpado las ideas como disparatados coágulos. Y con más decisión que convicción había aseverado:
“Sí señor. Cualquier cosa.”
En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo.

Señor Mío Jesucristo,
Dios y Hombre Verdadero,
Creador Padre y Redentor Mío,
Por ser Vos quien sois
Bondad infinita
Y porque os amo sobre todas las cosas,
Me pesa Señor haberos ofendido…
Al día siguiente, Miguel Tesifonte, Miguelito para su queridísima progenitora y para todos aquellos que le querían y que le auguraban un prometedor futuro en el santísimo oficio del sacerdocio, había ido a confesar junto con los otros niños. Y Miguelito, quién lo diría, había dejado pasar antes que él a todos sus compañeros, quedándose completamente solo en el banco de los confesos. Su pecado era tan grande que no sabía como explicárselo al sacerdote.
Era, de éso estaba seguro, un pecado carnal puesto que había habido carne por medio, pero Miguelito no estaba seguro de si el pecado debía de ser confesado o no. Al fin y al cabo, el Señor de La Torre había sido muy claro en sus explicaciones:
“Ni una palabra a nadie. Me oyes Miguel? Ni una palabra. Esto es un secreto que deberás llevar contigo a la tumba”.
Y, como viese que Miguel no contestase, le había apremiado.
“Estamos, Miguel?”
Miguelito había contestado sin levantar la mirada del suelo:
“Estamos, Señor”.
Al final, Miguelito no había confesado el pecado gordo y se había limitado a engañar al sacerdote con pecadillos. “he faltado a misa”, “he desobedecido a mi madre”. “He tenido pensamientos impuros”.
“Qué tipo de pensamientos, hijo mío?” había preguntado la voz tras la rejilla.
“Pues”, Miguel se había sorprendido de que el pecado que estaba a punto de confesar hubiese perdido tanta magnitud con tan solo unas horas de diferencia.
“Pues…. Me gustan las nalgas de una niña”.
“Esos pensamientos a que te refieres” se había oido melosa la voz del sacerdote, “son tentaciones del diablo. Al diablo le gusta esconderse especialmente en el cuerpo de la hembra, pero nosotros tenemos la oración para combatir las armas diabólicas de Satanás. Reza, pues, veinte salves a la Virgen del Perpétuo Socorro y treinta ave marías a Nuestra Señora de la Soledad. Reza cinco veces el Yo Pecador ante la imagen de nuestro padre Jesús Nazareno. Y ahora, puedes ir en paz.”

CAPÍTULO VI

Las de Páez parecían acaloradas e incómodas embutidas en sendos trajes negros.
Habían caido en las garras del Señor de la Torre lo mismo que la mayoría de las vírgenes de la Meseta, a pesar de que procedían de una de las estirpes de más prestigio y abolengo. Su padre, Don Romualdo de Páez, había sido médico higienista de la compañía de minas y su madre, Doña Rosa, era hija de un ingeniero de puertos, caminos y canales. Don Romualdo había sido íntimo del Señor de la Torre desde su juventud, y uno de sus más fieles confidentes.
Sin embargo, Don Romualdo tenía una afición, según él, o un vicio según muchos, como se
quisiera llamarlo y es que era un jugador empedernido. En pocos años perdió el patrimonio de su esposa y para la época en que sus hijas gemelas estuvieron en condiciones de concebir, la compañía de minas había cerrado puertas y según las malas lenguas la familia se encontraba con una mano delante y otra detrás. Por éso, cuando Irma y Alegra de Páez manifestaron a sus padres el deseo de hacer carreras universitarias causaron un gran dolor en el corazón del higienista, dolor aumentado por la silente mirada de reproche de su consorte que, sin hablar, culpaba a su marido de sus derroches pasados.
De Paez había llorado en el hombro de su amigo de la infancia como Boabdil el Chico al perder Granada, pero el de La Torre no había sido intransigente y duro como la madre de Boabdil y no le había espetado “llora como mujer ya que no has sabido defenderte como hombre”. No. El Señor de La Torre no solo había ofrecido su hombro a de Paez sino su apoyo incondicional. Sin embargo, Don Romualdo conocía de su amigo hasta los más recónditos rincones y sabía de antemano que el apoyo incondicional debería estar sujeto a ciertas condiciones.
En aquel atardecer de invierno, a Romualdo de Paez le golpeaban las sienes conforme bajaba la colina de la Torre con paso inseguro.
Cómo podía vender aquella proposición a sus hijas?.
Al entrar en la casa familiar, de Paez se había dirigido al salón y allí se las había
encontrado en sendos sillones a un lado y a otro de la chimenea, como dos gatas a punto de clavar las uñas, o al menos eso le habían parecido.
Empezó a hablar con voz torpe, empañada por la verguenza. No se había atrevido ni una sola vez a mirar a aquellos dos pares de ojos desafiantes.
Había sido Alegra quien le interrumpiese bruscamente:
“Está bien, padre. Nos hacemos cargo de la situación y estamos dispuestas a pagar el precio por la ayuda incondicional de la Torre”.
Aquella noche Romualdo de Páez había moqueado sobre la almohada de la cama
conyugal hasta producir naúseas a su consorte.
Durante décadas había escuchado las proezas sexuales de su amigo con sonrisa de complicidad y admiración. Se había considerado dichoso de poder recibir informaciones propias de confesionario. Muchas veces se masturbaba recordando los detalles impúdicos vomitados por la boca de su amigo y, en la cúspide del orgasmo, daba gracias a Dios por haberle concedido la dicha de contar con tan extraordinario compañero. Jamás se le había pasado por la mente que su sangre podía verse perturbada por el lodo. Sus gemelas, las flores más preciosas del universo, reinas de la Escuela del Ave María, angélicas princesas, rosas impolutas destinadas a vivir en la gloria por siempre, pasarían por la pira de La Torre manchada con la sangre de cientos de corderos expiatorios. Eso era exactamente lo que le habían parecido las gemelas aquella noche a pesar de su actitud desafiante: corderos expiatorios, ovejas sumisas y derrotadas por la impotencia.
Irma y Alegra no se molestaron en culpar a su padre de su desvirgamiento.
Cuando recibieron la noticia de que su progenitor se había colgado de uno de los árboles del jardin pensaron que era una lata tener que prepararse para asistir al funeral estando en vísperas de exámenes. La Secretaría de la Torre les facilitó el nombre de la tienda donde deberían ir para procurarse ropas de luto, y allí escogieron al desgaire unas sotanillas y unos sombreros que las hacían parecer mujeres postmenopáusicas.
Aunque en aquella ocasión el Señor de La Torre había estado cerca de éllas, de común acuerdo no le habían dirigido la palabra, lo que había causado gran dolor en su ego. Pero lo peor de todo había sido la poesía compuesta por Irma y leida por Alegra a la concurrencia:

Yace quieto, imperturbable,
Como la honra que muere,
Como el sexo que te hiere
Que penetra, impenetrable.
Yace inerte y rígido su cuerpo,
Cual una hoja tumbada por el viento,
Viento árido y seco
De ancestrales mesetas,
Viento árido y seco
De camposanto viejo,
Viento Árido y seco
de pútridas andanzas,
De insepultos cadáveres,
De fallidos orgasmos,
De vomitado sexo.

CAPÍTULO VIII

Alberta se removió inquieta en el lecho. La habitación olía a una mezcolanza estanca de alcohol y tabaco. Hacía muchos años, tal vez décadas, que la hija menor del Señor de La Torre había prohibido a todo el mundo entrar en su cuarto incluyendo al servicio .
Alberta abrió los ojos levemente y fijó la mirada aún somnolienta en las manchas del papel pintado que cubría las paredes. A veces, si miraba las manchas durante un tiempo, era capaz de recordar escenas del pasado como si estuviesen sucediendo en el presente.
Pero el abrazo se desvanecía y solo quedaban las manchas en la pared y Alberta estiraba la mano sarmentosa y temblona para agarrar
la botella de ron que aguardaba paciente encima de la mesita de noche.
Cómo se llamaban sus hijos? Alberta intentó recordar los nombres pero la pena era tan honda que no lograba recordarlos.
Había sido aquella una buena época a pesar de los partos tan seguidos.
El padre de sus hijos había sido un buen padre. También había intentado ser un buen marido. Tan bueno, que durante un tiempo Alberta había conseguido olvidar sus abominables experiencias del pasado.
Pero, como no hay nada perdurable en vida, Emeterio había regresado a la meseta para vivir entre los suyos. Poco después también los hijos desaparecieron para asistir a prestigiosos internados y para el tiempo en que los vió de nuevo el vicio se había apoderado de élla y Emeterio había ganado la custodia, y la carne de su carne se convirtió en manchas en el papel pintado de la pared.
Desde que Emeterio la dejase, Alberta había tenido experiencias sexuales, pero habían sido escuetas, agresivas y cortantes como el zorongo que sale del ano después de algun esfuerzo.
Cuando estaba sobria, Alberta era consciente de que Emeterio había hecho bien llevándose a los hijos de su vida, lejos de las paredes corruptas de la Torre, lejos de los fantasmas que rondarían su cerebro hasta que le pusieran la mortaja.
Cuando estaba sobria leía ávidamente y su mente se enzarzaba en discusiones filosóficas que solo ella podía contestarse.
Cuando estaba sobria se bañaba y perfumaba, y paseaba por los corredores de la Torre vestida de blanco de pies a cabeza recibiendo halagada los saludos del servicio.
“Buenos días, señorita Alberta”.
“Buenos días, Adolfo, Buenos días, Holgado”.
Cuando estaba sobria indicaba a los jardineros cómo y cuándo debían podarse los rosales.
Pero luego venía el crepúsculo y con él las manchas y las sombras, y Alberta sentía un profundo dolor en el alma y lágrimas como puños corrían por sus mejillas y, como podía, subía las escalinatas que conducían a la piscina y las grietas del patio otrora hermoso se mezclaban con las heridas de su espíritu y el moho devastador y poderoso perturbaba aún más su mente dolorida, y volvía a su cuarto y fumaba y bebía sin parar hasta que el sueño la vencía.
Alberta terminó de despertarse y sonrió malévola recordando el incidente de la noche anterior.
“Qué risa!”, murmuró. “Cuánta carroña! Cuánta hipocresía, señor!. Cuantísima hipocresía!.”
Cómo había dicho Robina? En honor a su madre?
Alberta se retiró el pelo de la frente sin poder recordar con exactitud cuándo su madre se había fosilizado, pero de cualquier modo la relación con su progenitora siempre había sido fosil.
A los nueve años se había dado cuenta de que acariciarle el pene a su padre no era normal y había intentado comunicar su preocupación a su madre. Doña Edelgunda a su vez había llamado inmediatamente a Don Críspulo, el capellán de la Torre, quien había dicho a Alberta que a veces las niñas eran poseidas por el demonio y que durante esa posesión satánica las niñas veían cosas inexistentes.
Cuando Alberta había buscado los ojos de su madre, Doña Edelgunda había huido la mirada, y Alberta había seguido sometida al abuso hasta que finalmente había sucedido lo inevitable.
El Doctor Runfal, ayudado por la madre de Jacoba había organizado y ejecutado el aborto y nadie le había dicho si había sido niño o niña o si la criatura había nacido viva o muerta. Total, qué importaba? Tenía doce años, y unos meses después, había sifacturada al internado donde, al igual que sus hermanas, debería ser educada para ser una auténtica señorita.
Al llegar al internado había sido recibida por Sor Josefina, una monja apergaminada, que con el tiempo había de convertirse en su confidente. Sin embargo, Sor Josefina no entendía las pesadumbres de Alberta y todo lo achacaba genuinamente a las acciones de Satán y para entonces Alberta había llegado a la conclusión de que ni Dios ni Satán existían, porque qué Dios iba a consentir tales infamias, y si no había Dios, no había Satán que valiese.
Y así habían pasado varios años hasta que un día le dijeron que su estancia allí había concluido y volvió a la Torre, aunque para su fortuna, su padre no intentó más molestarla y fue entonces cuando Emeel contable de la Torre, se había empezado a fijar en sus piernas, en aquellas piernas que solo las de La Torre poseían, largas y firmes como las de los guerreros de las esculturas griegas, no como las mujeres de la Meseta, que las tenían cortas y con estrías.
Alberta, por su parte, había encontrado en Emeterio el reposo que necesitaba su alma contrita para lograr recuperarse de heridas profundas y así, entre sonrisas y miradas de complicidad, se había ido entretejiendo el idilio que culminaría en pedida de mano y boda.
Alberta no había hablado nunca a Emeterio de sus anteriores experiencias en la Torre, porque estaba segura de que él había estado al corriente de las mismas, o al menos eso ella había creido o había querido creer pero el caso era que él estaba in albis y cuando
finalmente se había enterado no había sabido encajar el golpe, y sin más había vuelto a la Meseta de donde, según sus propias palabras, nunca debería haber salido.
Alberta hubo de volver al ron, esta vez vaciando medio vaso de un trago, antes de recordar vívidamente cómo Emeterio la había arrastrado del brazo hasta el aposento de su padre y había irrumpido en él sin siquiera llamar a la puerta y, una vez dentro, siempre tirando de ella como un trasto había llegado frente al Señor de La Torre, quien no se había perturbado con tan inesperada aparición.
“He oído rumores, señor, y no puedo creerlos. Por eso traigo a su hija. Para que delante de élla me diga sin embagues si son o no son verdad los rumores que he oído” había dicho Emeterio con voz iracunda.
El Patriarca se había desenrollado de su butacón sin duda para intimidar a Emeterio que a su lado parecía un alfeñique.
“La verdad, Vallehermoso –jamás le llamaba por su nombre de pila- no comprendo esta falta de respeto”. Y como creyese que la ira de su yerno amainaba, continuó cada vez más seguro de sí mismo. “No sé a qué rumores te refieres ni qué rumores pueden ser suficientes para hacerte perder la compostura y el decoro perturbándome de esta manera”.
Emeterio, aunque más cortado, había reunido valor para retortar:
“Usted sabe muy bien que no soy hombre de comidillas ni de historias. Por lo tanto, los únicos rumores que pueden importarme son aquellos que se refieran a mi honra.”
El Señor de La Torre había encendido uno de sus puros con sonrisa vacilona.
“No dramaticemos, Vallehermoso, no dramaticemos. La vida no está hecha de rumores. Si yo hubiese escuchado todos los rumores que se han dicho siempre de nosotros, a buen seguro que habría acabado en un manicomio”.
Y luego, como hablando consigo mismo había continuado: “la honra? Qué es la honra? Quién la inventó y para qué sirve?. Acaso la honra te abrió las puertas de la Torre, Vallehermoso?. Acaso yo te exigí un certificado de honradez cuando te otorgué mi absoluta confianza con las finanzas de mi estado?. Me bastó con estudiar tus diplomas y no necesité saber si venías de una familia honrada o había máculas por aquí y por allá”.
Esta vez Emeterio había enrojecido y el de La Torre, notándolo, había proseguido con más bríos.
“Rumores, Vallehermoso?. Ah, amigo mío, si yo hubiese escuchado rumores te habría puesto de patitas en la calle, cuando a mis espaldas y aprovechando la entera confianza que en tí había depositado, empezaste a cortejar a mi hija y a magrearla entre los rosales.”
“Acaso”, habia seguido el viejo tras un leve estornudo “acaso yo te llamé para recriminarte y echarte en cara que estabas dañando mi honra?. No, amigo mío. Por la sencilla razón de que para mí nunca existieron ni la honra ni los rumores.”
Y cuando Emeterio, con los ojos arrasados había estado a punto de pedirle perdón, el viejo había cruzado la enorme sala con zancadas larguísimas y había pronunciado las palabras que habrían de dejar a Emeterio inmóvil y sin voluntad, como un fardo.
“Qué derecho tiene nadie en este mundo para pedirme explicaciones del uso que haya podido darle a algo que me pertenece?. Ninguno en absoluto. Imagínate, Vallehermoso que te encaprichas con una de las piezas de cristal que adornan esta sala. Yo, por la bondad de mi corazón te la cedo sin esperar nada a cambio ni tan siquiera las gracias. Más tarde te das cuenta de que la pieza tiene una tara y vienes lleno de ira a pedirme explicaciones. Qué puedo decirte Vallehermoso? Lo más que puedo decirte es que el espacio que la pieza dejó en la sala sigue estando ahí, que la pieza no ha sido reemplazada y que será muy bienvenida si no la deseas más o no sirve a tus intereses”.
Emeterio había soltado la mano de Alberta y empujándola levemente hacia su padre había murmurado.
“Aquí tiene su pieza, señor. Tan cierto como que hay un dios en los cielos es que no la habría devuelto si el responsable de la tara hubiese sido cualquier otro, pero usted, su propio padre…. Ahí quedan ustedes. Yo me vuelvo a la meseta de donde jamás debería haber salido.”
Alberta sonrió para sus adentros. Aquella frase final de Emeterio había sido magistral. Se levantó como pudo de la revuelta cama y agarrándose a las paredes logró llegar hasta el cuarto de baño. Una artritis reumática se iba apoderando de sus extremidades limitando cada vez más su movilidad.
“cojones de piernas”, murmuró entre dientes mientras se sentaba en la taza del excusado. “Tanto tanto con mis piernas y mira tú para qué coño me sirven. Para darme dolores y poco más….”

CAPÍTULO IX

A las nueve menos cinco de la mañana, como cada día laborable, el chófer de Don Emeterio Vallehermoso aparcó el coche en la plaza destinada a la Presidencia de Banco del Norte Inc. y se apresuró a abrir la portezuela a su jefe.
“Que tenga usted un buen día, Don Emeterio”, deseó el chófer solícito.
“Igualmente, Rafaél”, respondió el jefe encaminándose hacia la entrada del edificio.
A sus sesenta y tres años, Emeterio Vallehermoso creíase poseedor de una apariencia juvenil e interesante, a pesar de tener un pronunciado estrabismo convergente que le confería cierto aspecto de subnormalidad.
El hecho de ser el más inteligente de sus hermanos no había sido suficiente para contrarrestar el complejo de inferioridad que le produjese ser el más bajo de todos los Vallehermoso. Desde niño había tenido que soportar las bromas de sus familiares, incluyendo a su propia madre, que no entendían cómo diantres había nacido aquel retaco en la familia.
Emeterio dió muy pronto pruebas de su sagaz inteligencia y de su afán por el mundo de los negocios. Contaban que a los cinco años en vez de participar en los juegos que practicaban los niños de su edad, corría a la tienda de ultramarinos de su abuelo para ayudarle a echar las cuentas. A los doce, mientras estudiaba el Bachillerato en el Colegio de Nuestra Señora de Pavía, creó un banco secreto por el que prestaba dinero a los alumnos de aquella institución a unos intereses que establecía a su discreción absoluta. En la universidad estudió finanzas y continuó cobrando réditos por préstamos concedidos a sus compañeros manirrotos.
Era Eme –así le habían llamado siempre sus compañeros- tan poca cosa y a la vez tan campechano y servicial que no estorbaba en las fiestas de alto copete a las que siempre asistía adornando el ambiente con una sana y sempiterna sonrisa.
Había llovido mucho desde entonces. Agua abundante que había regado las finanzas de Emeterio Vallehermoso hasta convertirle en el hombre más rico de la Meseta. Desde allí había ido observando la caída financiera de La Torre a través de los años, primero con cautela, después con regocijo.
El Señor de La Torre había trabajado siempre con Banco del Oeste, creado por su bisabuelo cuando no había otro en la Meseta, pero con los años Banco del Oeste había perdido fuerza y al final cayó, cual muchos otros, en manos del Banco del Norte o lo que fue lo mismo en las de Vallehermoso.
Esta mañana, como tantas otras, Don Emeterio avanzó con paso humilde y altivo al mismo tiempo por los corredores de Banco del Norte recibiendo el halago y la gloria de sus empleados desde el último botones hasta el más abotonado jerifalte; sin embargo, esta mañana presentaba un ingrediente sabrosísimo a su excelso paladar acostumbrado a los más exquisitos yantares. El gran hombre había muerto. El gran hombre, poseedor de presencias y ausencias, dueño y señor de los habitantes de la Meseta incluso antes de sus nacimientos había finalmente sucumbido a las garras de un cáncer de pulmón.
“Buenos días Don Emeterio” le saludó su adjunto, Fermín Rodríguez-Cañotos quien unas horas antes le había puesto al corriente de lo sucedido.
“Hola. Fermín. Ven a mi despacho. Tenemos que hablar”.
Fermín –Don Fermín para el resto de los empleados- entró en el suntuoso despacho en pos de su jefe, cerrando la puerta tras de sí.
“Me tienes que ayudar…”, dijo Don Emeterio mientras se sentaba en su enorme poltrona, “a salir bien parado de este asunto. Ya sabes; todo hay que hacerlo con mucha mano izquierda y muchísima discreción. Yo he decidido no asistir al sepelio pero creo conveniente que mis hijos lo hagan. Sin embargo, su presencia deberá ser organizada de manera que en ningun momento y bajo ninguna circunstancia tengan contacto con los habitantes de la Torre.”
Rodríguez-Cañotos no cabía en sí de gozo. Por fin tenía la oportunidad de demostrar su valía en un caso difícil como éste donde, según el propio Don Emeterio reconocía, se necesitaba una gran dosis de discreción, de mano izquierda, de saber hacer.
“No se preocupe en absoluto, Don Emeterio. Todo ha sido organizado cuidadosamente sin olvidar el mínimo detalle. Julián y Alfredo, perdón…” rectificó enrojeciendo, “Don Julian y Don Alfredo” llegarán al aeropuerto de la Meseta a las 12.00 del mediodía. Yo personalmente los recogeré en mi coche y los acompañaré a la Torre para asistir al sepelio.” Y con sonrisa de suficiencia continuó: “la verdad es que no tendrán tiempo de hablar con nadie, pero por si acaso, pierda usted cuidado, que me pegaré a a Don Julian y a Don Alfredo como una lapa.”
Emeterio se revolvió un tanto inquieto en la poltrona y apremió a su interlocutor a abandonar la estancia.
“Venga, Fermín. Manos a la obra. Dile a Rosita que me traiga un café”.
Rodríguez-Cañotos salió apresuradamente del despacho cerrando la puerta con dulzona suavidad. No obstante, inmediatamente su aspecto cambió, sus facciones se alteraron y casi gritó a la secretaria.
“Rosita, entre un café ahora mismo a Don Emeterio”.

CAPÍTULO X

Rodríguez-Cañotos se levantó tres veces aquella noche presa de un gran nerviosismo. La empresa que tenía que llevar a buen término era de superior importancia y de élla dependía su futuro en el Banco del Norte. A veces, personas envidiosas comentaban que Cañotos era un lameculos de Don Emeterio y que ésa era la única razón por la que ocupaba una vicepresidencia y recibía un sueldo fabuloso que le permitía mantener a su familia con todos los lujos habidos y por haber. Pero era en situaciones como ésta en que Rodríguez -Cañotos debía demostrar su valía solucionando problemas que ninguna otra persona –o al menos así él lo creía- podía solucionar.
Discreción y mano izquierda!. Ahí estaba el quiz de la cuestión.
Su mujer empezó a impacientarse.
“qué demonios te pasa esta noche?” preguntó la esposa entre sueños y con voz airada.

CAPÍTULO XI

A las nueve y media de la mañana, una doncella llamó a la puerta de la habitación de Alberta.
“Señorita, Alberta, traigo un recado de la señorita Robina”
“Qué recado?” preguntó Alberta sin abrir la puerta.
“Dice la Señorita Robina que necesita verla inmediatamente en el salón cobrizo.”
“Pues dile a la señorita Robina” gritó Alberta con voz gutural, “que los mismos pasos hay de aquí al salón cobrizo que del salón cobrizo a aquí. Así es que si necesita algo de mí, que venga a verme.”
Al cabo de un rato, se oyeron los pasos firmes de Robina acercarse por el corredor. Alberta sonreía malévola.
“Alberta, abre la puerta de una vez y déjate de payasadas. Este asunto merece atención urgente.”
Alberta abrió la puerta y Robina entró en la habitación mostrando su desagrado por el estado en que la misma se encontraba.
“Qué desorden, madre del amor hermoso! Qué decadencia!.”
Alberta, encendiendo un cigarro con mano trémula, farfulló más que dijo:
“No me digas, querida, que has decidido hacer limpieza general en este ala del edificio”.
“No. No se trata de éso” dijo Robina nerviosa. “Verás. Me han llamado del Banco del Norte, un tal Rodríguez Callatos o algo así, no importa, para decir que Julian y Alfredo van a asistir al sepelio y, vengo a pedirte Alberta, por lo que más quieras, que no organices ninguna escena desagradable. Piensa que todo el mundo va a estar mirando, observando, esperando que se produzca el más mínimo error o que se cometa la más mínima indiscreción para esparcirlo a los cuatro vientos. No me extrañaría que hasta la televisión viniese.”
Alberta, que en cualquier otro momento, hubiera salido con alguna de sus ocurrencias, permanecía callada mirando a las manchas de la pared a través de los círculos de humo.
“Déjame sola, Robina. Da órdenes expresas de que no se me moleste bajo ninguna circunstancia. Ah, querida, y no te preocupes. No organizaré ninguna escena delante de tus invitados.”
Robina, invadida por una súbita compasión hacia su hermana, aventuró mientras salía de la estancia.
“Si necesitas algo, mándame a buscar enseguida.”
“Por supuesto, querida, por supuesto” respondió Alberta con sonrisa diabólica cerrando la puerta de la habitación.

ALBERTA RECUERDA

Súbitamente Alberta recordó la tarde en que todo había empezado. Durante muchos años estuvo convencida de que había sido su culpa por lo del hamster. Sin saber por qué aquel blanquísimo roedor la fascinaba y aprovechaba cualquier ocasión para introducirse en las estancias de su padre y observar al hamster tras los barrotes de la jaula jugar al columpio.
Aquella tarde el señor de La Torre había sacado al hamster de la jaula y se lo había puesto entre las manos. Alberta había sentido el temblor de sus manos mezclarse con el latir de la sangre del roedor y a poco había tenido también entre las manos otro hamster, según la descripción de su padre, un hamster sin pelo, un hamster calvo. El señor de La Torre había pedido a Alberta mantener juntos a los dos hamsters, el calvo y el peludo y le había dicho que era una niña muy habilidosa y que estaba muy orgulloso de élla. Al cabo de un tiempo, el señor de La Torre había tomado el hamster peludo de entre las manos de Alberta y lo había puesto de nuevo en la jaula. Y como Alberta expresase sus deseos de saber porqué no se ponía el hamster sin pelo también en la jaula, el capitan le había dicho que el hamster sin pelo estaba muy desconsolado y que debía acariciarle y besarle para que se consolase. Alberta había acariciado y besado al hamster sin pelo y había apreciado cuánto agradaba a su padre su compasión y consuelo hacia aquel animalito que aunque no se parecía al otro latía y temblaba de igual manera….
Se compuso con cuidado aquella mañana. Cuando estaba sobria sabía componerse y sacar partido de los pocos vestigios de atractivo que aún le quedaban. Bajó al jardín y, lentamente, se deslizó por entre los setos hasta llegar a los alrededores de la piscina. Años atrás, la piscina, situada en el centro neurálgico de la propiedad de la torre, habíase visto agraciada por las piernas atléticas y elásticas de las Raras circulando en los aires desde el trampolín mientras sus híbridos en la sección infantil retozaban jubilosos libres de los pesares mundanos que se cernían tras las murallas de la fortaleza.
Muy pocas veces se encontraba Alberta totalmente sobria y era esta tranquila mañana de otoño una de éllas.
Sonrió con tristeza al recordar que en principio no se había sentido atraida por el alcohol. Curiosamente, había sido Emeterio quien la había animado a beber porque “si no bebes no puedes mezclarte en sociedad”. Y lo que había empezado como una necesidad para mezclarse en sociedad había acabado como una necesidad para mezclarse consigo misma.
En las horas que siguieron a la visita de Robina, Alberta cambió de opinión varias veces sobre la conveniencia de asistir o no al sepelio.
Qué le parecería a sus hijos?
Notarían gran diferencia entre la madre que dejaron y la mujer que se encontraban ahora?
Sentirían verguenza de haber morado en su vientre y mamado de sus pezones?. No, mejor no iría.
O, tal vez, pensaba de repente, se sentirían presa de un súbito amor filial y se fundirían en un abrazo sin límite de tiempo. Nada de dudas ni divagaciones. Debería asistir y asistiría.

LA CAPILLA DE LA TORRE

A pesar de confesarse ateo, el señor de La Torre siempre había puesto un cuidado especial en que su casa se rigiera segun los cánones de la religión especialmente con hembras dentro como él decía y así pues, no era de extrañar que la zona suroeste de la torre, donde se encontraba situada la capilla, fuese una de las mejores cuidadas y bellas del edificio.
La capilla era de estructura alargada con el altar mayor al fondo. Detrás del altar mayor había una imagen de Jesús de Nazareno y otra de la Virgen de la Soledad, circundados por cuadros sacros. Así había sido siempre y así el señor de la Torre se había encargado de mantenerla para conservar una tradición que segun él no servía para nada aparte de mantener a Don Críspulo,
Aunque no podían negársele cualidades, tal vez la que más resaltaba en la personalidad del “cura de la Torre” como era conocido en la Meseta, era su discreción, piedra angular en la que se basaba no solamente un sueldo decoroso sino un bono que en regimen de anonimato le era ingresado en una cuenta de ahorros a nombre de su hermana y ama de llaves, Sinforosa, en el Banco del Espirtu Santo.
Don Críspulo había llegado a adocenarse escuchando los pecados ramplones de las hembras de la Torre que por regla general eran los mismos o similares, convencido en el fondo de que los pecados importantes se los guardaban bajo las bragas porque sentían verguenza de confesarlos, empezando por la madre, Doña Edelgunda, a quien en más de una ocasión había sorprendido en posición más que comprometedora con Ernestina, la costurera.
Don Críspulo sabía cuál era su papel en la Torre y por nada del mundo estaba dispuesto a perderlo junto con otros papeles de más sustancia y envergadura.
Que la señorita Robina estaba enamorada de un hombre casado? Ya sabemos lo malo que es el demonio. “Reza tres salves a la Virgen de los Dolores y cinco Yo Pecador a Nuestro Señor Jesucristo de Medinaceli. Y ahora, hija mía, puedes ir en paz”.
En la Meseta había quien decía que el Cura de la Torre tenía lo que pesaba en oro, pero la mayoría pensaba que eso eran habladurías, pues no solamente vivía Don Críspulo modestamente sino que tanto él como su hermana habían portado los mismos atuendos desde que el mundo era mundo y tanto el hábito de la hermana como la sotana del hermano poseían un brillo corianesco.
Y un día, la monotonía de las confesiones dió paso a un nuevo ingrediente, que no solamente le produjo interés sino pingues beneficios. El propio Patriarca, dueño y señor de lo habido y por haber, en el rincón más oscuro de la capilla, mientras sonaba la música sacra se tiraba a Petronila, el ama de cría del bebé recién nacido, una moza rubicunda que según el decir, tenía unas tetas como cántaros.
Jamás hubiese pensado Don Críspulo que un hombre de la fineza y educación de su señor podia sentirse atraido por aquella mujer burda, pero como más tarde le había dicho el propio señor para justificarse: “el hombre propone y dios dispone”.
Y así, como dios lo había dispuesto, al día siguiente Sinforosa Sánchez Valbuena abrió una cuenta de ahorros en su propio nombre en el Banco del Espíritu Santo donde según le explicó al Director en estricta confidencialidad, iba a “recibir donaciones anónimas”.
Poco después se había encontrado con el patriarca en uno de los corredores.
Como siempre, Don Críspulo habíase sentido minúsculo frente al poder y magneficencia de aquel hombre.
“Buenos días, señor” había saludado el cura con cierta aprensión.
“Buenos días nos dé dios, Don Críspulo” había respondido el patriarca con voz casual, poniéndole una mano en el hombro en señal de protección y control.
“Espero que todo esté bien por la capilla. Y ya sabe. Si necesita algo no tiene más que pedirlo, porque en lo tocante a las cosas del Señor, lo primero es lo primero.” Y luego, como quien no cree la cosa había añadido: Por cierto, Don Críspulo. Formalizaron aquello?
Y Don Críspulo, colorado como un pavo había respondido.
“Sí señor”

Virgo Veneranda
Virgo Predicanda
Virgo Potens
Virgo Clemens
Virgo Fidelis….

Años más tarde, cuando Doña Edelgunda había solicitado sus servicios para purificar a Alberta, Don Críspulo ya con manos temblonas por el tiempo había usado el hisopo a discreción, mientras con la mano que le quedaba libre movía un farol de incienso para ahuyentar a la bestia satánica.
Satanás, Satanás! Decía el cura mirando al infinito. “Deja a esta criatura en paz”.
A veces, Don Críspulo pensaba que su papel en la torre era sumamente importante, actuando como mediador entre dios y los hombres, entre el bien y el mal. No obstante, en lo más recóndito de su mente se alvergaba la idea de que la torre había sido escogida por dios para representar una farsa en la que él era el mayor farsante.
Mucho antes de que se convirtiese en Don Críspulo había sido Crispulín. Y mientras se la meneaba una y otra vez hasta casi perder el conocimiento mirando fotos de toreros, había oído a los hombres de su pueblo gritar en las tabernas: “mejor muerto que marica!”.
Su padre había sido uno de aquellos hombres que mezclaban vahos mineros y alcohol en los húmedos bares de la Meseta para desembocar la mezcla en el camastro matrimonial haciendo un hijo trás otro sin notarlo hasta que el vientre de la hembra se hinchaba y, en jarras, con las patas llenas de varices, la mujer gritaba desafiante. “Otra boca más. Tú verás lo que vamos a hacer”.
Pues lo que se iba a hacer claro estaba. Cagarse en dios a menudo para demostrar hombría y de paso en la Vírgen puta porque para éso se era rojo y no mariconazo.
“Dice Don José María que quiere verte para lo de la comunión de la Nati.” le dijo una mañana la Pepa mientras le preparaba la merendera.
“Comunión, comunión; menudo cuento se traen los curas con lo de las comuniones. Una trampa pá sacarnos las pocas perras que ganamos, que deben parecerles demasiadas.
Que me deje en paz, que bastante ya tengo con la mina y con los albañiles. Y tú, Críspulo, vete preparando para empezar el año que viene. Que los estudios son mú bonitos pero no dan de comer a gente como nosotros. Ya verás como te haces un hombre.
Menos mal que se había muerto de un síncope en la taberna de “el Décimo” dos días después. Críspulo siempre había tenido un sentimiento de culpabilidad por la alegría que había sentido en el velorio. De buena se había librado.
“El pobre”, decía la gente, “con cuarenta y ocho años sin cumplir. Con lo bueno que era. Su baquilla, su vinillo, pero un bendito que jamás le puso la mano encima a la Petra.”
Y que no le había puesto la mano encima! Pues anda que si se la llega a poner...
Para que luego se extrañase la gente de que la viuda no había llorado. Menudo peso se había sacado. “Cachinamá, Petra” le decían. “Parece que has revivido.”
“No digáis éso por dios. Dejemos a los muertos en paz.” decía Petra persignándose.
Eso sí. Cada año, por el día de los Difuntos, le llevaba flores. “tu esposa e hijos no te olvidan” decía la lápida. Efectivamente, un golpe de suerte como aquel, dificilmente podía olvidarse.
Y tú, Crispulín, qué quieres ser de grande?
“Torero”.
Lo decía sin pestañear, casi gritando, para transmitir veracidad a sus palabras.
Y no querrías ser cura?
Cura yo? Por quién me habéis tomado? Yo no soy maricón.
Yo lo que quiero es casarme, ser rojo, y hacer muchos hijos, como mi padre.
Incluso le corrió la calle a la Doro y le compraba paquetes de Fortuna para que le dejase meterle mano en los guateques.
Podríamos ir a un sitio más oscuro, le animaba élla.
Es que a mí no me gusta esconderme. Se esconden los maricones. Los que no tienen lo que tienen que tener para demostrar su hombría. A mí me gusta tocar a las mujeres. Apretujarlas. Olerlas, como el padre de los hermanos Karmazov. A que te muerdo una teta aquí mismo?
Estás loco, gemía la Doro mientras retrocedía unos pasos.
“En cambio”, le decía a sus amigas “ cuando me acompaña por la noche, se retira”.
“Eso” se jactaba la Doro “yo lo considero una muestra de respeto”.
Tal era su reputación de echado para alante que nadie había dudado de una llamada especial del altísimo para que vistiese las túnicas sagradas.
Todo era engaño. Hacía tiempo que había dejado de rezar haciendo solamente las genuflexiones de rigor para no llamar la atención.
Las acciones cometidas por el Patriarca ya no le sobrecogían y viera lo que viese en aquel antro esperpéntico, como lo denominaba a solas, pasábalo por alto sin inmutarse, tan sólo preocupado por el engrosamiento de la cuenta de su hermana. El, lo mismo que Jacoba la del prostíbulo, iba ahorrando tacita a tacita para algun día permitirse el lujo de mandar a la puta mierda a sus feligreses. Aquel día se quitaría la sotana y gritaría en la Plaza Mayor de la Meseta que nunca le había seducido ni tocar, ni apretujar ni oler a las hembras sino a los machos, cuanto más ceñida la potra, mejor.
Al enterarse en la Meseta de su llamada a las filas de la curia, Jacoba había llamado inmediatamente a Doro.
“No te decía que perejíl tenía?
Pero tú, que no, que eran imaginaciones mías. Hasta me acusaste de estar celosa.
Pues, para que lo sepas, Doro, a mí me corrió antes que a tí. Una noche por la calle de los Faroles llena de gente, cuando volvía a mi casa, me agarró por un brazo y me dijo: “ven acá p'acá que te muerda”. Y, como yo ya me barruntaba por dónde iban los tiros, me le planté delante y le dije: “anda, muérdeme si te atreves”. Y el muy cabronazo reculó, reculó y desapareció detrás de la esquina de la zapateria del Joroba.
Pues no estaba yo curada de espanto ni nada con lo que había visto en la Torre desde que tenía uso de razón, empezando con el muerto, que Dios eche su alma por donde mal no haga.
Menudo tío repugnante estaba hecho. Pues no que un día, debería yo tener como seis años, estaba esperando que terminase mi madre de arreglar la cocina cuando le ví haciéndome señas para que pasase a un cuarto muy grande que tenía todo lleno de cachivaches y bichos y yo huí como alma que lleva el diablo; me metí en la cocina y me acurruqué frente al hogaril hasta que mi madre acabó y me dijo que podíamos irnos. Y fíjate si sería perverso que, cuando bajábamos la cuesta nos chupó a los perros, que mi madre y yo nos liamos a tirarles piedras, y a uno de éllos le atinamos en un ojo y le dejamos tuerto de por vida.
Yo no sabía nada de éso, Jacoba. Por qué no me lo dijiste?
Toma, porque no me lo preguntaste.
Tú irás al entierro, Jacoba?
Por mis muertos que iré, corazón. Aunque sólo sea para asegurarme de que le meten en la tierra para que se lo coman los gusanos. Cosa más mala no he visto en todos los días de mi vida.
Y si ves a Eme?
Pues como si nada, cariño. Eme fue un tonto del culo que despreció a la Meseta para subirse a la Torre y bien empleado que le estuvo caerse por meterse en camisa de once varas. Y si la niña hubiera sido guapa, todavía. Pero claro, olió dinero y salió escopeteado. Te acuerdas cuando nos prestaba para comprar cartus y luego nos cobraba intereses? Si es que era la monda. Y encima se enfadaba porque le llamábamos Gilito.

Doro y Jacoba ahogaron en carcajadas pasares antiguos y terminaron abrazándose.
“Jacoba” dijo Doro “quiero que sepas que nunca he dejado de quererte”.

“Lo sé, amiga. Lo sé”. Los cariños de juventud jamás se pierden. Quedan, digamos como aparcados en el alma, pero están ahí, intocables. Ninguna situación puede cambiarlos.”
Poco a poco iban subiendo la cuesta hacia la Torre los asistentes al sepelio. Se había aconsejado previamente que los asistentes no familiares dejasen los vehículos aparcados detrás de la verja principal y se acercasen a pié hasta la capilla. De este modo, la entrada frontal de la Torre quedaría dispuesta para aparcar los vehículos de familiares y amigos íntimos del finado.
El primero en llegar fue Luis Poltrones, Catedrático de Bellas Artes y retratista de personas de alcurnia, especialmente mujeres de ricachones a las cuales sus maridos engañaban mientras se realizaba el posado.
Luis Poltrones se jactaba de haber sido amigo del Señor de la Torre desde su primera juventud, época esplendorosa en la que ponían la mata y destripaban a los gatos mezclándose risas con maullidos de dolor. A medida que los años pasaban los lazos de su amistad se habían estrechado y aunque las dotes pictóricas de Poltrones se habían reducido drásticamente, había seguido teniendo entrada libre en la Torre en su calidad de amigo perpétuo de su dueño teniendo a su favor el no haber procreado.
Doro se acercó a Jacoba y le rozó el codo: “Oye, no es ése que se acaba de bajar de un coche el cateto de Poltrones?” “Pues sí que parece él, aunque está muy encorvado”, dijo Jacoba agudizando la mirada. “Quien le ha visto y quien le ve. Cualquiera lo iba a decir cuando conducía el deportivo rojo. Y luego cuando se casó con la cara acelga aquella, hija de no se quién y nieta de no sé cuántos, que después resultó ser machorra.”
Doro sonrió giacondinamente, añadiendo “al menos la de Eme cumplió dos veces. Y... por cierto. Qué habrá sido de aquellos chicos?”
Acababa de aparcar un coche al lado del de Poltrones y de allí se bajó un sujeto con pinta de pelotilla, el cual corrió a abrir la puerta trasera del vehículo de donde salieron dos jóvenes enlutados.
Jacoba casi gritó; “Hablando del ruin de Roma, por la puerta asoma”. Pardiez que los pavos han crecido. Y Eme, ni aportar. Habrá dicho sin lugar a dudas: Anda y que dén al viejo por donde amarga un pepino”.
La capilla había sido adornada con flores y ornamentos blancos y tanto Don Críspulo como Don Tesifonte y los monaguillos aparecían vestidos de un blanco impoluto.
“Ay Doro” dijo Jacoba “ con lo bien que hubiésemos quedado con nuestros trajes de boda.”
Las hijas del finado también vestían de blanco contrastando con el marfileño descuartizado de la piel marchita. Primero, Robina, después Elena y finalmente, Alberta, quienes se aposentaron en el primer banco ante el altar mayor donde resposaba una urna blanca que contenía los restos mortales del señor de La Torre.
Jacoba y Doro se aposentaron en el último banco para no perderse ni un ápice de la comedia como éllas definían el sepelio.
Don Críspulo corría de un lado para otro moviendo escandalosamente el trasero y pretendiendo no prestar atención a los concurrentes.
El hijo menor de Alberta quiso dirigirse a dar un abrazo a su madre pero Poltrones le agarró del brazo con una fuerza que ni él sabía que tenía. Alberta advirtió el gesto y se sintió felíz. Al fin y al cabo, la vida era éso. Pequeños detalles, cortísimos momentos para guardar en la memoria.
Nada más.